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Friday, December 14, 2007

Relato: Alfredo y Elisa se casan, 1

 Alfredo la mira y se siente feliz. Elisia es la mujer de su vida. Un encanto. Mira como cuida a mamá. Doña Carmen sonríe enseñando su nueva dentadura postiza. Aceptó de buen grado que su hijo se inscribiera en la lista de parejas de hecho del ayuntamiento.
 
 -Los tiempos han cambiado y a mí me parece muy bien que convivas con Elisia -le dijo cuando Alfredo le dio la noticia.
 
 Su hermana Carmen puso algún pero. Los tiempo no habían cambiado tanto para ella.
 
 -¿Qué dirán los vecinos? -le preguntó.
 -Si te preocupa lo que digan, no les decimos nada -propuso Alfredo.
 
 Así lo hicieron. Elisia seguía siendo la cuidadora de mamá de cara a la galería. Ahora va a ser su esposa.
 
 Alfredo carraspea nervioso. Se acercan los postres, un buen momento para pedir su mano.
 
 -Trae más cordero, Elisa -pide Carmen-. Y que no esté templado. La comida fría estropea los estómagos, ¿verdad, mamá?
 -Sí, hija, sí.
 -Las úlceras vienen de comer frío. Esas ensaladillas rusas no me gustan nada.
 
 Carmen le quita encanto a la cena de Nochebuena. Alfredo siempre pensó que su hermana habría tenido un gran futuro en un convento. Es una mujer austera hasta el aburrimiento.
 
 -No queremos muchos dulces. Con un polvorón cada uno estamos servidos, ¿verdad, mamá?
 -Sí, hija, sí.
 -Y el cava ni probarlo. En esta casa siempre brindamos con sidra el Gaitero.
 
 No puede ser. Alfredo quiere protestar. Él no puede brindar con su futura esposa con un culetín de sidra.
 
 -Yo voy a abrir el cava -dice.
 -Obedece, hermano. Mamá quiere tomar sidra, ¿verdad, mamá?
 -Sí, hija, sí.
 
 Alfredo intenta abrir el cava Freixanet que le regalaron en la empresa. No hay manera humana. El tapón se le resiste.
 
 -Dios no quiere que abras la botella y no la vas a abrir.
 -Voy a abrirla a la cocina. Ven conmigo, amor.
 
 Elisa lo acompaña a la cocina. Alfredo se vuelve a emocionar como el día que se le declaró. También fue en la cocina. Estaban desayunando solos. Carmen, como todos los domingos, estaba en la iglesia rezando por las almas pecadoras.
 
 -Yo... yo... yo... te quiero.
 
 Elisa se dejó besar por el tartamudeante Alfredo. Continuaron besándose hasta que regresó Carmen. Su hermana abrió los ojos como platos, se santiguó y les dijo que aquello era un pecado.
 
 -Dios castiga los pecados de la carne.
 
 A mamá le dijo que había que despedir a Elisa. Mamá se negó.
 
 -La necesito para hacer las tareas de la casa. La memoria me falla, hija. Cuando creo que le eché una vez sal a la comida, ya le eché cinco veces.
 
 Elisa siguió trabajando en casa. El único cambio era que dormía con Alfredo, el hijo de su jefa. Carmen se hacía la sueca.
 
 -¡Elisa! -grita desde el comedor- Tienes que cuidar de tu señora.
 -Espera, amor -le pide Alfredo a Elisa-, tengo que decirte...
 
 Alfredo se arrodilla delante de Elisa. Un crujido de huesos lo estremece. Es la vejez, se dice. Las rodillas a los cincuenta ya no están para arrodillarse. Tiene que declararse pronto. ¿Qué iba a decirle? Ah... sí. Alfredo estira una mano, alcanza la botella de cava. Necesita una cuchara para golpear la botella, pero sus rodillas no están para desplazar noventa kilos de hombre hasta el cajón de los cubiertos. Se quita el reloj y golpea el vidrio.
 
 -Te amo, Elisa.
 -Lo sé, amor.
 -Te amo tanto que quiero que...
 -¿Qué demonios estás haciendo, Alfredo? -lo interrumpe su hermana-. Mira como has puesto el pantalón nuevo. ¿Y ese no es el reloj del abuelo? ¡Por los clavos del Señor! Trae para aquí. Lo acabas de estropear.
 
 Alfredo se deja arrebatar el reloj de oro, herencia del abuelo muerto en la Guerra Civil. Intenta seguir pidiendo la mano de Elisa.
 
 -¿Quieres casarte conmigo, Elisa? ¡Dime que sí!
 
 Elisa no dice nada. Mira a su cuñada oficiosa, que aparta el reloj de la oreja que nunca lució pendientes y abre la boca.
 
 -¡Qué barbaridad estás diciendo, Alfredo? Los señores no se casan con las criadas y menos cuando las criadas son mujeres divorciadas, mujeres de otro. Yo me opongo a ese matrimonio contrario a la ley de Dios.
 
 Alfredo intenta incorporarse. Tiene que repetir la petición de mano en una casa donde no esté su hermana. En fin de año, Elisa y él van a cenar a un restaurante con los dos hijos adolescentes de ella. Seguro que el restaurante es un lugar más romántico que su casa.
 
 -Estás viejo, hermano. ¿Y quieres casarte? ¡Por Dios! Dejarías a ésta viuda a los dos días. Dios te está cobrando los pecados.
 -Se llama Elisa.
 -Ésta te ha echado a perder.
 
 Elisa calla. Le da la mano a Alfredo, tira de él, consigue que se incorpore.
 
 Alfredo se ríe. ¿Su hermana santa? El cielo sería muy aburrido con mujeres como su hermana. Todas vestidas de monja de calle, con el pelo sin peluquería, los zapatos sin tacón, los labios sin risa, los ojos buscando pecados , las manos ocupadas en punto de cruz. Alfredo se imagina otro cielo, quiere otro cielo. Su cielo es Elisa: una mujer joven para ser madre, madura para ser esposa, guapa para ser amante, ideal para ser nuera.
 
 



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