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Thursday, January 15, 2009

Relato: La familia ejemplar

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 La bondad los ha iluminado como no ha iluminado a ninguna familia del vecindario. De los Pérez sólo se puede decir que son buena gente. Los ves y crees que Dios existe. Acabas de encontrar la bondad del Altísimo reencarnada en el pausado saludo del hijo menor, un joven con el rostro salpicado de pecas, que te pregunta por tus padres, por la enfermedad del perro o te da ánimos para que superes la muerte del canario.
 
 -Ha sido la voluntad de Dios.
 
 El canario murió con la vejez en la mirada y el peso de los años sobre sus alas. No hay duda: fue la voluntad de Dios.
 
 El hermano mayor, un veinteañero más dado al pragmatismo, te da la dirección de una pajarería.
 
 -Allí encontrarás los mejores canarios, gracias a Dios.
 
 Dios existe. Te lo vuelve a confirmar el padre de la mejor familia del vecindario.
 
 -Hoy no lloverá, gracias a Dios.
 
 El buen hombre está preocupado por el parte meteorológico. La próxima semana irá a ver al Papa en una de esas audiencias multitudinarias que concede Benedicto XVI a los más creyentes. El vecino es devoto de Juan Pablo II, un hombre santo que no se puede comparar con Papa habido o por haber, pero acata los dictados del nuevo pontífice.
 
 -María quiere pedirle a don Benedicto que rece por nosotros -refunfuña-. Espero que no nos llueva en Roma.
 -Rezaré por vosotros -le prometo.
 -¿Recuperaste la fe? -me pregunta.
 
 No sé qué decirle. La fe es contagiosa. Algunos días no creo y otros estoy tan convencida de que existe Dios como de que el kioskero sigue existiendo.
 
 La hija de la familia más creyente del vecindario no tiene dudas sobre la existencia de un Dios en los Cielos. No hay domingo que falte a la misa.
 
 -Si no voy en nuestra parroquia, asisto a la eucaristía del lugar donde me encuentre -me confesó un día que se ofreció a ayudarme a subir las bolsas del supermercado-. ¿Sigues sin creer en Dios?
 
 Cuando llegamos a mi casa, había empezado a creer. Mi vecina se ofreció a seguir ayudándome con las tareas domésticas. Sólo Dios podía explicar un comportamiento tan generoso.
 
 Últimamente he empezado a frecuentar la parroquia. Rezar me calma la hiperactividad. Desde que rezo rosarios y escucho misas, ha mejorado mucho mi obsesión por la limpieza. Ya no friego  los suelos cuatro veces al día ni hago  limpieza general cada semana. Dios empieza a existir en mi vida.
 
 El hijo menor de mis vecinos me anima a contar mi experiencia de conversión. Mi testimonio puede ganar muchas almas para el cielo. No lo creo. Dios todavía no me ha ayudado a superar mi timidez patológica. Un testimonio titubeante, como sería el mío, en una catequesis sembraría muchas dudas. Mi fe está sin consolidar, le queda un tiempo de rodaje, le faltan pruebas superadas. El ejemplo a seguir por los incrédulos del barrio sigue siendo el de la mejor familia formada por un padre trabajador, una madre ama de casa y tres hijos dignos de enmarcar en los cuadros del salón familiar.

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