-Creo que estamos en el desierto del Gran Erg -dice Marta.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque es más desierto que Hoggar: las dunas son más abundantes y casi no hay terreno plano.
-Nos va a devorar la arena.
-Serás catastrofista...
Marta cruza los dedos. Desea un todoterreno. Cierra los ojos. Sí, sí, ¡sí!
Un coche destartalado aparece detrás de una duna. El conductor les hace gestos.
-¡Es Ali!
-¿Pensásteis que os había abandonado? Los nabateos somos hombres de palabra.
Ali les cuenta que le ha robado el todo terreno a la mafia que traslada los inmigrantes a Canarias.
-Tienen dinero para comprar otro coche. Me gusta robar a los ricos -les confiesa.
Andrés tiembla en el asiento trasero. Éste les va a cobrar el rescate cuando lleguen a España.
Intenta llamar a Teresa.
-Pasame el móvil, cariño. Voy a llamar a la prensa.
-¿Para qué?
-Para vender la exclusiva de nuestro secuestro.
-No puedes hacerlo. Sería un escándalo. Yo estoy casado y...
-Yo también, amor, pero a mi marido no le importa lo que haga con mi vida.
¿Qué marido tendría Marta? Andrés se la imagina casada con un chico de barrio echado a perder. Un matrimonio de rupturas y reconciliaciones.
-No me quieres creer.
-Déjame a mí, nena -Ali coge el móvil, y con voz de manager de artistas, relata el secuestro y la fuga de sus representados.
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Araceli ha ido a la casa de Teresa.
-¿Has visto a tu marido en la televisión? Salió en todas las cadenas.
-No, yo no lo vi, pero me lo contó mi madre.
-¿Vas a dejarlo?
Teresa se acaricia su abultado vientre. ¿Cómo va a dejar al padre de sus hijos?
-Dios nos dijo que perdonemos.
-A mí no me dijo tal cosa. ¿Cómo puedes creer esas tonterías?
Lo mismo le decía su madre, una atea radical. Siempre se arrepentía de haberla enviado a un colegio de monjas.
-Te matriculé con las monjas porque me quedaba el colegio a tiro de piedra del comercio. ¡Menudo error!
El comercio era otro tema de discusión entre madre e hija. Teresa no quería ni oír hablar de ponerse detrás del mostrador a vender lencería. Ella había nacido para ama de casa.
-Si te divorcias -decía Araceli-, puedes ir a trabajar con tu madre. Estará encantada.
¡Y tanto! Teresa ya la imaginaba gobernando su existencia. No, eso nunca. Prefería vivir con Andrés mil veces.
-¿No coges el teléfono?
Teresa se abalanzó sobre el auricular. Era Andrés, y quería que le dijera a su jefe que la pintora que lo acompañaba en África era una prima suya.