-¿Verdad que es precioso, cariño?
Andrés miró a la rubia que lo acompañaba. Era una pintora sin fama ni gloria. Le dijo que venía al desierto y él se sumó al viaje.
-Voy a pintar un ratito.
-¿Aquí? -preguntó Andrés asustado. El desierto del Hoggar se le antojaba un lugar horripilante con sus abundantes dunas entre grandes superficies llanas salpicadas de zonas rocosas.
-¿Te preocupa el sol? Tranquilo, amor. Nos hemos vestido como los tuareg. Con estos grandes turbantes nuestras cabezas están a salvo de la insolación.
Andrés queda en el todo terreno. Desde allí mira como Marta monta el caballete, coge las pinturas e inicia lo que ella cree una nueva obra maestra. ¿Para qué pintará? No vende ni un cuadro.
Amor al arte. ¿Amor? Andrés reflexiona sobre el amor. Empieza a pensar que, en el fondo, envidia a Marta. El amor al arte debe salvar a uno de los desamores.
En el lienzo empieza a tomar forma la caravana de camellos. Andrés recuerda su viajes a Egipto con Teresa. Lo hicieron cuando su primera hija cumplió un año. Fue horrible. La niña cogió una fiebre que no curó hasta que regresaron a Madrid. Teresa lo convenció para subirse a un camello. Nunca se había sentado sobre un animal más incómodo. Menos mal que el desierto del Hoggar se podía recorrer en todo terreno. Andrés no se sentía capaz de surcar las dunas en un camello.
-Aquellos hombres parece que vienen hacia aquí -dijo Marta.
Andrés recordó que el guia del hotel le había dicho que había un campamento de tuaregs por aquella zona. Le sorprendió que la caravana de camellos que se aproximaba parecía vacía. ¿Serían turistas? Hay gente tan loca como para alquilar varias docenas de camellos. Excentricidades de ricos.
No eran turistas. Eran secuestradores integristas. Marta chillaba sobre el camello. Quería su cuadro. El frío de la noche echaría a perder las témperas. Andrés era víctima de un ataque de risa nerviosa. Se odió. En vez de reaccionar como un hombre valiente, reaccionaba como un hombre payaso. No conseguía que los falsos tuaregs se rieran. Había que reconocerles profesionalidad de secuestradores serios. No se reían, preguntaban en francés por el dinero de sus familias y les pedían el pasaporte.
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Teresa se enteró por el telediario. Andrés había sido secuestrado en el Sahara. ¿Qué hacía en el desierto? Le había dicho que iba a Bonn por cosas de la empresa.
-No te preocupes, Teresa -le dijo el gerente-. Nosotros arreglaremos el papeleo.
-¿Vais a pagar el rescate?
-Ya te informaremos sobre la cantidad.
-Yo sólo quiero saber si la empresa paga el rescate de Andrés.
-Los rescates los pagan las familias.
¿Qué familias? La familia de Andrés, claro. Teresa telefoneo a sus suegros. No sabían nada. Se echaron a llorar y no le dijeron si iban a pagar el rescate. Tendría que recurrir a su propia familia, se dijo. Llamó a su madre.
-No, hija, me niego. Antes de poner un céntimo por la vida de ese sinvergüenza, juego todo mi dinero en el bingo.
-Pero, mamá...
-Sin peros. Te engaña, hija. Estaba en Tamanraset con una ramera.
-Estás equivocada.
-Para nada. Le estuvo muy bien. Seguro que en la agencia de viajes le dijeron que Tamanraset es una ciudad alejada del integrismo islámico y un sitio genial para ir a tomar el sol al desierto del Hoggar. Sólo está a dos mil kilómetros de Argel. ¡Imagínate! Los integristas llegan en un plis plas.
Teresa colgó. Su madre veía cuernos en todas partes.
Se duchó, puso un vestido premamá y se dirigió a la iglesia. Sólo el padre Ángel la comprendía.